El Extranjero



    Cuando uno lee las primeras palabras de El extranjero de Albert Camus, lo primero que siente es cierta extrañeza. Una sensación de que algo está fuera de lugar. Camus trata de hacernos sentir igual que el personaje que nos relata la historia en esa atropellada, casi esquizofrénica, primera persona.

Hoy, mama ha muerto. O tal vez ayer, no sé.

    Un personaje sin nombre, que empieza contándonos el entierro de su madre en una residencia de mayores. Nos describe a las personas, los olores, el sabor del café, la sensación de calor, el aletargamiento tras la noche en vela. Sin embargo, en ningún momento deja entrever un atisbo de sus sentimientos. Es el protagonista de una historia de la que es mero observador. Nos cuenta, con una naturalidad pasmosa, que ingresó a su madre en la residencia porque ya no tenían más de qué hablar. No se trata de un mal hombre, con malos sentimientos. Simplemente no parece capaz de albergarlos.
    Todo lo que le rodea no es más que un cúmulo de sensaciones físicas. Camus juega bien con la incómoda sensación del calor y el brillo del sol de Argel, lugar donde transcurre el relato, y lo pone en contraste con el mar. Un mar en el que suele bañarse junto con su novia Marie. Si hay un momento en el que podemos ver claramente como es el pequeñísimo mundo interior del personaje es cuando le dice a Marie, después de que ella le preguntara si la quería y si querría casarse, que no la quiere, pero que le da igual casarse con ella si es su deseo. De hecho, esta es una actitud constante durante toda la historia. Pareciera que nada le importa.
    Como no me gustaría desvelar mucho de la trama, no voy a insistir en la descripción del resto de personajes y situaciones de la historia. Es una novela corta que se disfruta más si no se conoce el devenir y el desenlace de Meursault, que es el nombre del protagonista que se nos desvela ya avanzada la historia (Camus insiste en recordarnos la importancia simbólica del sol y del mar, ya que el nombre parece un juego de las palabras mar y Sol en francés).
    Si uno analiza a Meursault, llega a la conclusión de que es un hombre con una vida absurda. Es desapasionado, nada le interesa. Tampoco la relación con los demás. No cree en nada ni en nadie y parece vivir de espaldas a los demás. Trabaja para poder alimentarse, y parece que poco más. Vive la vida desde la pasividad. Desde una amoralidad que casi aturde al lector.
    Pero esa desidia, esa vida absurda de Meursault, no nos deja indiferentes. De hecho hay algo que nos inquieta según avanzamos en trama. No es sólo la forma en que está escrita, con un ritmo que nos hace avanzar a trompicones mientras intentamos comprender qué pasa en la cabeza del protagonista. Y no nos deja indiferentes porque ese ser anodino, que transita la existencia sin más, nos es dolorosamente familiar. Hay algo de Meursault en cada uno de nosotros. Camus nos hace ver que participamos de ese absurdo que es la existencia humana. Pero hay esperanza. La llamada de atención de Camus quiere hacernos cambiar el punto de vista, nuestra actitud vital. Quizá recuperar esa mirada del niño que inventa un mundo nuevo, lleno de recovecos por explorar.

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