Desinformación o el arte de la opinión pública

Parece que todo el mundo tienen una opinión sobre cualquier cosa. Baste como ejemplo aquellos tertulianos televisivos capaces de discutir sobre cualquier asunto. Echa un breve vistazo en tus redes sociales: todos tienen una opinión. Y quiero dejar constancia de que tener una opinión sobre algo es bueno, pero sobre cualquier cosa, es imposible. Quiero hacer apología de la no opinión: no es malo no tener opinión sobre algo, es hasta sano.

Fake news opiniones

Cuando vivimos en un mundo en el que se puede debatir, en igualdad de condiciones, si la tierra es o no plana, se pierden las referencias. En el país más poderoso de la tierra, enseñan a los niños que el darwinismo y el creacionismo son dos teorías al mismo nivel; en definitiva, que son opinables.
Eso significa que cualquier verdad es cuestionable y puesta a la misma altura que una falsedad. La opinión alcanza así la categoría de hecho plausible, de verdad alternativa. La opinión se sitúa así en la cúspide de la razón; o más aún, la acaba sustituyendo. El relato de la realidad sustituye a la realidad misma, porque la verdad es opinable.
Esto no es nada nuevo, pero sí mucho más notorio en nuestros días. La tecnología es un catalizador perfecto. Cualquiera puede dar su opinión, y ésta tiene el mismo valor que la de cualquier otro, sin importar la cualificación sobre el asunto que pueda tener ese otro. A resultas, pues, se genera un ruido de fondo capaz de alimentar cualquier sesgo. No importa lo que opines sobre cualquier tema, internet puede confirmar que estás en lo cierto. Cuando este sesgo se perpetúa y desaparece cualquier posibilidad de cambio de opinión, también se anula la capacidad de escuchar al otro. No se trata, pues, de consensuar la realidad, sino de imponerla en forma de opinión. Como efecto secundario de ese refuerzo cognitivo en que se transforma todo ese flujo de opiniones coincidentes, se merma la capacidad de reflexión, impidiendo cualquier análisis pausado sobre la opinión ajena y la propia.
Sospecho que, a menudo, hay una componente ideológica cuando defendemos obcecadamente nuestra opinión frente a la del contrario, pero en el fondo, no se trata de una actitud racional, pues entonces la posibilidad de convencer y de ser convencidos no sería tan remota. Debemos concluir entonces que la componente emocional juega un papel fundamental, muy por encima de lo puramente racional. Si nos preguntaran directamente si pensamos que el intelecto debe prevalecer sobre las emociones, seguramente la mayoría de nosotros contestaríamos que sí, pero la mayoría actuamos de forma muy diferente, y es normal. Es lo que nos hace humanos. ¿Qué nos hace defender una ideología o una opinión hasta más allá de lo racional? Voy a atreverme a conjeturar que la necesidad de pertenencia a un grupo, que nos hace asumir el paquete completo en forma de una ideología arracional, casi religiosa. Esa necesidad de pertenencia al rebaño es innata. Somos ese animal social del que hablaba Aristóteles, y mantener un criterio propio frente al del grupo puede poner en peligro nuestra pertenencia al mismo.
Soy consciente de que miles de años de evolución nos han traído hasta aquí gracias, quizá, a este tipo de comportamientos. Pero hoy sabemos de estos mecanismos innatos, la psicología, la neurociencia, la sociología han avanzado mucho durante los últimos años del siglo pasado. ¿Y si todo ese conocimiento es usado con fines no del todo éticos? Yendo al grano ¿puede usarse ese conocimiento para "hackearnos" como individuos y como sociedad? ¿Quién tendría interés en hacerlo? Aquí es donde entro en el terreno más bien especulativo, pues por muy abrumadoras que sean las evidencias, no dispongo de la prueba definitiva.
Vuelvo a las redes sociales, ese catalizador del que hablaba antes. Durante la pandemia del Covid-19, al menos en España, me ha sorprendido el uso desproporcionado de bots amplificando el mensaje de determinados partidos políticos. La inteligencia artificial al servicio de ese ruido de fondo que nos impide la reflexión sosegada, pero que alimentan (y de hecho pueden generar) nuestras opiniones. Es el mundo hablando con la nada. La tecnología usada para explotar nuestras emociones, para "hackearnos". Estos hackers tratan de construir al nuevo ser emocional, consumidor de ideología, de opiniones y de posturas prefabricadas en beneficio de la política, y por ende, del capital.
En este punto en el que todas las opiniones tienen el mismo valor, el discurso puede retorcerse según convenga, dando lugar al dominio del meme sobre los hechos. Ese meme que apela a lo emocional frente a cualquier discurso racional.
Ese comportamiento irracional, que vamos naturalizando poco a poco, nos polariza. Nos hace sobreactuar en las redes sociales. Como actores interpretando nuestro papel dentro de esta Sociedad del espectáculo de las que nos hablaba Guy Debord: "Este espectáculo no consiste en una decoración que se superpone a la realidad, sino de una relación social entre personas mediatizada por las imágenes", pero ahora la mediatización se produce también en las redes, y no sólo por las imágenes.
Si al individuo no le interesa la verdad, sino su verdad, la realidad se deforma, se pierden los lugares comunes. Si la verdad no tiene valor y es sustituida por el relato o por la opinión, dejamos de pisar sobre firme para andar sobre arenas movedizas. El ser humano es cultural y social, necesita de mínimos consensos, como que la verdad es un valor en sí, y que se debe aspirar a conocerla. Cuando se rompe ese consenso, se acaba con la humanidad, que da paso a la "hominidad" de la que provenimos (con permiso de los creacionistas). Y con esto, a la posibilidad del pensamiento crítico, de la ciencia o del arte. Es la muerte del ser humano como colectivo y también como individuo, que queda integrado en un rebaño de seres serviles y sirvientes, aun sin pretenderlo.
Decía Goebbels que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad, y de eso, este señor sabía algo. Es la base de las, tan tristemente de actualidad, fake news. Por desgracia, pese a los esfuerzos, combatirlas no es fácil. No hay recetas mágicas para luchar contra este virus, salvo la inmunización individual, y esto es, me temo, responsabilidad de cada cuál. Como digo, no tengo la receta (más quisiera), pero creo que volver a poner en su justo valor virtudes como la templanza y el uso del pensamiento crítico pude ser útil. Quizá la filosofía, ahora sí, pueda ayudar. Y quizá, por eso mismo, no interesa que esté en el plan de estudios de los futuros votantes.

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